Un gran cuervo negro volaba sobre un campo de maíz dorado, cuando vio a un grupo de personas merendando a la sombra de un castaño. “Qué suerte –pensó–. Seguramente, esta gente me dejará algún bocado sabroso”. Con esta idea se instaló en una rama, justo encima de ellos.
Esperó y esperó, hasta que su paciencia se vio recompensada. Al irse, los excursionistas dejaron un gran trozo de queso. “Hice bien en esperar”, pensó el cuervo, lanzándose a recoger el queso con el pico. “¡Qué listo soy!”.
Casi sin tocar el suelo se volvió a su rama del árbol. Estaba a punto de empezar a comer cuando una zorra salió del campo de maíz.
– ¡Qué olor más bueno! -dijo, relamiéndose el hocico. Se le hacía la boca agua con aquel tufillo que venía de las alturas. Entonces vio al cuervo con su hermoso trozo de queso en el pico.
A la zorra le gustaba mucho el queso y era muy astuta. Así que le dijo:
– ¡Qué pájaro tan bonito eres, cuervo! ¡Con tus plumas tan brillantes, tu pico tan afilado y tus ojos tan redondos!
Al cuervo le encantaron estos halagos. Con la cabeza muy erguida, se pavoneó por la rama, esperando recibir nuevos cumplidos. Y así fue.
– Un pájaro tan bonito como tú debe tener una voz maravillosa -le dijo la zorra astutamente-. Si quisieras cantar para mí, me harías muy feliz.
Al escuchar esto, el cuervo sacó pecho, abrió el pico y lanzó un fuerte graznido.
El pedazo de queso se le cayó de la boca, yendo a parar a las fauces de la zorra, que aguardaba debajo en ese preciso momento.
– Gracias, querido -exclamó-. Ahora sabrás cuál es el precio de la vanidad.
Y riéndose, se zampó el queso.